Opinión
Martes 21 de julio de 2015 | Publicado en edición impresa
Manuscrito
De luces, sombras y ventana con gato
En el principio hubo una ventana, una red de plástico y un gato detrás. Cada vez que volvía de la escuela, mi hijo repetía el juego: dedo apoyado sobre la retícula de plástico, marcha hacia un lado, hacia al otro, y júbilo cuando el gato -desde ya, un amigo- saltaba y seguía sus movimientos.
Luego, en la misma ventana, apareció un cartel. "Seis días sin luz" denunciaba, marcador negro sobre cartón. Al lado, una frase de José Ingenieros: "Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan". Me intrigaban, los dueños de esa ventana. Y una noche, al fin, los pude conocer.
Unos quince días después de una agobiante semana sin luz, volvía a casa, tarde, y me encontré con el paisaje más temido: nuevamente, toda la cuadra en sombras. No había agua. No había ascensor. No había luz. Sí había un grupo de vecinos en la esquina. Curtidos en esto de los cortes a repetición, se habían puesto firmes: "De acá no se van si no nos dan una solución", les habían dicho a los operarios enviados a ver qué ocurría.
En eso estaban cuando llegué. Piquete amable al fin, les habían traído empanadas a los muchachos que, bajo vigilancia vecinal, se afanaban en encontrar los malditos cables averiados. Cuando quedó en evidencia que la cuadrilla no traía equipo de iluminación, cada vecino aportó lo que pudo: linternas, linternitas, reflectores a batería. En silencio, todos iluminaban la tarea de los técnicos. Fue una comunión inesperada, la de esa noche. Entre precariedades e indignación, parecía circular una sola idea: si no nos ayudamos entre nosotros, no nos ayuda nadie.
Viviana, docente jubilada, lectora de Ingenieros y dueña del gato con el que mi hijo había establecido su pequeño ritual, estaba allí, junto a su marido. Dispuestos a hacer guardia cuanto fuera necesario. Cuando les confesé que no daba más de cansancio, que se me había terminado la batería del celular, y que tenía que subir siete pisos en medio de la oscuridad total, Viviana no dudó. "Tomá -me alcanzó su linterna-. Me la devolvés cuando puedas".
Con esa linterna subí. Iluminada por ella terminé el día. Hasta que desde la esquina llegó un estruendo de aplausos, y desde el balcón vi cómo se encendían las luminarias de la calle. Por una vez, final feliz.
Devolver la linterna significó ingresar en el mundo de la que en casa habíamos bautizado "la ventana del gato". Pude ver de cerca la enorme biblioteca que apenas se vislumbra desde la calle. Las serigrafías sobre las paredes. Los carteles. El de la protesta por los cortes, viejo conocido del barrio. Pero también otro, reclamando Justicia por la tragedia de Once. Antes de que llegue a preguntar nada, Viviana sonríe: "El paraguas de la marcha de Nisman lo tengo en otro lado". Y ahí nomás se define: "Yo resisto. Toda mi vida fue así". Cuenta que alguna vez quiso ser periodista, pero finalmente estudió Letras. Y que hasta el año pasado trabajó como docente en un secundario técnico. "Otra trinchera", pienso. "Hemos perdido la batalla", me confirma. Y la detesta tanto que la palabra no le sale, le cuesta, se le escabulle. Hasta que la pronuncia: apatía. "Nos ganó la apatía. El conocimiento no tiene sentido, no interesa. Como dirían mis alumnos -agrega, triste-. No garpa".
Miro la biblioteca. Un poco como de otra época: discretamente iluminista; sobria, sin necesidad de cinismos ni últimos gritos de la moda cultural. Duele el contraste entre esos libros amorosamente conservados y el relato que Viviana hace de sus últimos tiempos de docente. Los adolescentes que llegaban a primer año sin estar alfabetizados; el alumno que murió en un tiroteo. El otro que la amenazó tan violentamente que desató, por primera vez en su profesión, el deseo de dejar las aulas. Me habla de docentes que se sienten solos. De pibes desamparados. Y de una avidez por saber que, como un raro lujo, se restringe a sectores cada vez más minoritarios.
"Yo hasta aquí llegué", comenta. Aunque me permito dudarlo. Porque los ojos se le vuelven a encender cuando recuerda las imprevistas alianzas que, a cuento de los cortes de luz, se armaron en nuestra ínfima comunidad barrial. Y por el modo en que, cuando nos despedimos, me alcanza un ejemplar de Mi amigo el pespir. "Para tu nene", dice. Con la voz de los que creen -realmente creen- que el lazo siempre es posible.
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